Últimamente, no dejo de ver anuncios, publicaciones y discursos que repiten una misma idea: que trabajar es esclavitud moderna, que se trabaja demasiado para ganar muy poco, que la vida se nos escapa en un empleo que no nos deja vivir. Se multiplican los videos de gente que se queja de la rutina. Se condena el esfuerzo y, en cambio, se glorifica una vida fácil, libre de compromisos. Parece que estamos entrando en una era donde todo lo que suene a trabajo huele a castigo.
No niego que muchas personas estén agotadas, mal pagadas o atrapadas en entornos laborales injustos. Eso es real. Pero hay una línea que cruzamos sin darnos cuenta: pasamos de reclamar mejores condiciones a despreciar directamente la idea misma del trabajo. Lo tratamos como un enemigo, como una forma de opresión en lugar de una oportunidad de crecimiento o realización.
Yo, por ejemplo, trabajo los fines de semana. También estudio. Y lo hago porque quiero, porque me gusta, porque encuentro sentido en ello. Sin embargo, más de una vez me han mirado con lástima o me han preguntado si me estoy “autoexplotando”. Como si el simple hecho de querer aprovechar el tiempo fuera una forma de castigo autoinfligido. Como si disfrutar lo que uno hace anulara el derecho al descanso o lo convirtiera en un mártir del sistema.
Lo curioso es que, mientras se señala al que trabaja, se premia al que no hace nada. Hoy se aplaude más al que vive “relajado”, al que trabaja lo menos posible, al que dice haber “renunciado al sistema”. Y cuando alguien, a fuerza de constancia y dedicación, consigue algo —un ascenso, una casa, una mejora—, no tarda en aparecer el juicio: “tuvo suerte”, “seguro que no fue por mérito”, “algo raro hay ahí”.
Pero no se queda ahí. A veces, incluso intentan aprovecharse de lo que uno ha logrado con esfuerzo, como si tuvieran derecho a beneficiarse sin haber puesto nada. Y cuando eso no sucede, cuando no consiguen sacar provecho, no faltan los que recurren a la difamación. Empiezan a circular rumores, frases malintencionadas, intentos de manchar la reputación de quien simplemente se dedicó a trabajar. Como si el éxito ajeno fuera una amenaza personal.
Nos olvidamos de que el mundo no está diseñado para complacernos. Frustra, exige, pone a prueba. Y sí, uno se equivoca. Pero también aprende. Por eso, creo que es hora de dejar de romantizar la mediocridad, de dejar de celebrar el mínimo esfuerzo. El trabajo —cuando es elegido y digno— no es el enemigo. El enemigo es la resignación, el miedo a intentar, la costumbre de conformarse con menos.
Trabajar no debería ser una vergüenza. A veces, es lo más valiente que se puede hacer.
¡Sus comentarios son más que bienvenidos!
Foto cortesía de Karelia Blum, en pexels.com. Texto añadido por Caroline Mervaille
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